Este texto es resultado de una investigación documental que trata de desentrañar los elementos que componen a la narcocultura como objeto de estudio. Expone los análisis realizados a la narcocultura, como construcción social, que crean expectativas de vida y legitiman el tráfico de drogas a través de formas simbólicas como la música, literatura, series televisivas, religión, arquitectura y películas orientadas al narcotráfico; asimismo, muestra los contenidos simbólicos implicados como la ostentación, el lujo, la violencia, la muerte, el territorio, la presencia de la mujer, el poder, la ilegalidad, la corrupción, entre otros. El documento plantea también los alcances y retos que enfrentan los estudios sobre la narcocultura, considerando que no es un fenómeno social irrelevante, sino que corresponde a la dimensión cultural del tráfico de drogas.
INTRODUCCIÓN
La narcocultura es un fenómeno social que se vive en diferentes países de América Latina, sobre todo Colombia y México, aunque su desarrollo ha sido distinto al interior de cada nación por los rasgos socioculturales propios y la forma en que ha intervenido el narcotráfico en ellos. En México tiene una fuerte presencia a partir de la década de los setenta, con el incremento y diversificación de la producción de películas, música, series televisivas y documentales relacionados con el consumo y tráfico de drogas, pero también, por la difusión mediática que ha tenido el estilo de vida de los narcotraficantes, su lenguaje, consumos, vestuario, accesorios, entre otros aspectos; un ejemplo de ello es la “Chapo-moda” que se produjo con la elevada venta de camisas que viste Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán en algunas imágenes y videos publicados en internet (Telemundo52, 12 de enero de 2016).
No se encuentra un registro preciso sobre la emergencia de la narcocultura en este país, Sánchez (2009) plantea que sus inicios se remontan a la década de los cuarenta, aunque es en los setenta cuando se consolida como imaginario social; en dicha década según Astorga (2016), algunos diarios de Sinaloa hacen menciones al “nuevo folk” y a la “épica” y “lírica” de la droga, a la vez que los jóvenes de esa entidad cantaban corridos que ensalzaban las hazañas de los traficantes y criminales.
En la actualidad la palabra narcocultura se ha instalado como una más de las derivadas del narcotráfico (como narcopolítica, narcoeconomía o narcosociedad, entre muchas otras). Sin embargo, su empleo produce confusión y ambigüedad ya que en ella se llegan a incluir todo tipo de expresiones, actividades o productos artísticos y culturales, no obstante, sus diferencias.
Esta ambigüedad prevalece también en el ámbito académico, ya que el concepto se emplea con diversas acepciones: en ocasiones se refiere a expresiones artísticas específicas como la letra de una canción, pero, en otras, su alcance es mucho más amplio, cercano a lo que pudiera ser un modo de vida.
La diversidad de acercamientos a la narcocultura y la polisemia del concepto originó la inquietud de realizar una investigación documental sobre el estudio de la narcocultura en México para conocer la forma como se ha caracterizado este fenómeno social. Debido a la imposibilidad de revisar las numerosas aportaciones realizadas se seleccionaron libros, artículos científicos, ensayos y tesis de posgrado sobre el tema, con base en la frecuencia con la que son citados y por la relevancia de su contenido respecto al propósito planteado. Esta revisión permitió, además, identificar alcances y limitaciones de los análisis sobre la narcocultura en este país.
Se parte de la premisa de que el estudio y la discusión de la narcocultura es fundamental, pues no es una manifestación trivial, sino que corresponde a la dimensión cultural del tráfico de drogas, el cual es uno de los mayores problemas del país hoy en día porque incide de manera general en la sociedad.
El acercamiento al objeto de estudio
Como toda categoría de análisis, la narcocultura es una construcción que sirve de referente para examinar y entender el fenómeno social que le corresponde, por lo que es necesario considerar las lógicas y condiciones sociales desde las cuales se construye este objeto de conocimiento; como indica Bourdieu (2007) en el principio de dicha construcción están las disposiciones estructuradas y estructurantes que la enmarcan, y que es necesario tomar en cuenta como parte de la labor académica y de la disciplina de las ciencias sociales. De acuerdo con esto, un elemento a resaltar son las limitaciones en el acercamiento de los investigadores al objeto de estudio, debido a la vinculación de la narcocultura con el narcotráfico y a los riesgos que pudiera implicar el contacto con las prácticas y los sujetos implicados, que pueden llegar a poner en peligro la integridad personal.
Para el caso del narcotráfico, Astorga (2004) ha señalado que la “distancia entre los traficantes reales y su mundo y la producción simbólica que habla de ellos es tan grande, que no parece haber otra forma, actual y factible, de referirse al tema sino de manera mitológica” (p.12). Córdova (2007) lo reafirma al plantear que las pruebas de las actividades del tráfico de drogas “se encuentran diluidas en el enmarañamiento de los subterfugios, los artificios y los recursos jurídicos disponibles para esconder o, metafóricamente, hacer invisibles las evidencias” (p. 122).
Aunque los grupos delictivos han permitido, con múltiples condicionantes, una mayor aproximación a algunos de sus espacios y actividades (como puede verse en videos documentales), en general se han mantenido lejos de la mirada pública, de ahí que su conocimiento sea, principalmente, por la información que circula en medios de comunicación masiva y narrativas populares. Por ello, en el estudio del tráfico de drogas las fuentes de información corresponden, con frecuencia, a las representaciones que se tienen de esta realidad social, como señala Villatoro:
[…] a partir de las historias y versiones disponibles sobre el narcotráfico, se ha constituido un cierto conocimiento popular, sobre el cual el resto de la sociedad ha ido construyendo y adoptando imágenes, escenarios y versiones populares ampliadas sobre la producción, distribución y consumo de drogas (Villatoro, 2012, p. 71).
La narcocultura en sí misma es una forma de exposición del mundo del narcotráfico que proviene del ámbito del crimen organizado, pero también del imaginario colectivo (Maihold y Sauter, 2012). En este sentido, la labor que realizan los investigadores es interpretar una posible interpretación ya dada. En palabras de Thompson (2006), lo que hacen es “interpretar un objeto que puede ser una interpretación en sí, y que ya pudo haber sido interpretado por los sujetos que constituyen el campo-objeto […] Los analistas ofrecen la interpretación de una interpretación, reinterpretan el campo preinterpretado” (p. 400).
A pesar de estas condicionantes, el campo de estudio de la narcocultura se perfila de manera más clara en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades, lo cual se puede observar en la creciente producción académica sobre el tema.
De manera general, se puede decir que los estudios sobre la narcocultura se han efectuado desde diversas perspectivas que toman en cuenta, tanto su producción y difusión, como su consumo. Entre ellos sobresalen, por su cantidad, los orientados al narcocorrido, aunque también resaltan los estudios sobre series televisivas, religión, arquitectura y literatura. Otra vertiente de estudios vincula a la narcocultura con temas sociales como la identidad, el género, los jóvenes, la marginación social y las violencias urbanas. De igual manera, se han analizado las representaciones, imaginarios y elementos simbólicos contenidos, y su relación con los procesos de institucionalización y legitimación social del narcotráfico.
Independientemente de los objetivos con que se han creado estas aportaciones, constituyen una forma de observar, comprender y explicar el fenómeno de la narcocultura por ciertos grupos o sectores sociales, como los científicos y académicos. La importancia de esto no es menor, ya que proponen a la sociedad miradas desde las cuales puede interpretarse y vivirse la narcocultura y, por ende, el narcotráfico.
Estética del narco o mundo-narco
Con base en los documentos revisados se puede decir que la narcocultura se ha considerado desde dos nociones. La primera corresponde a una orientación estética, vinculada a elementos simbólicos que dan pautas para la interpretación y significación del tráfico de drogas por diversos grupos sociales, incluyendo a los que no participan en esta actividad. Dentro de esta perspectiva se toman en cuenta expresiones como la música, películas, series televisivas y religión principalmente, y en su difusión juegan un papel fundamental los espacios sociales, los medios de comunicación y las industrias culturales. Rincón (2009) señala que lo narco es también una estética.
Una variante dentro de esta concepción es la de Reguillo (2011), quien la delimita como un conjunto amplio y disperso de prácticas, productos y concreciones de la cultura, y señala que el lenguaje, los narcocorridos, la arquitectura, la ropa, los accesorios, los escapularios, entre otros, son elementos que permiten la penetración de la “narcomáquina” en la vida cotidiana de la sociedad. Esto hace referencia no sólo a la dimensión estética, sino también a la del poder; se pudiera decir que, la narcocultura, es un engranaje más de la maquinaria disciplinante y fantasmagórica del tráfico de drogas.
La segunda percepción corresponde a una visión amplia del término, cercana a lo que Thompson (2006) llamaría concepción simbólica de la cultura: conjunto de acciones, enunciados y objetos significativos que conforman patrones de significado a partir de los cuales “los individuos se comunican entre sí y comparten sus experiencias, concepciones y creencias” (p. 197). Desde esta apreciación, la narcocultura incluiría todas las prácticas y representaciones sociales que permiten conformar lo que algunos autores llaman el “narcomundo” (Ovalle, 2005). En ese sentido se puede rescatar el planteamiento de Mondaca (2012), quien reconoce a la narcocultura como:
En esta visión, la narcocultura se acerca a lo que podría ser la forma o estilo de vida que caracteriza a los sujetos y grupos sociales involucrados en el consumo y tráfico de drogas, y donde las expresiones estéticas o artísticas son sólo una dimensión. Aunque muchos de los documentos revisados hacen referencia al narcomundo, o mundo narco, la mayoría de las investigaciones centran el análisis en una o varias expresiones estéticas (corridos, películas, series, etc.); cabe suponer que esto se debe a la complejidad y diversidad que tiene el fenómeno social, y a la dificultad para abarcarlo de manera íntegra a través de investigaciones concretas.
Cultura o subcultura
En una primera fase del análisis se observó la inquietud de algunos autores para determinar si es posible referirse a este fenómeno como una cultura en sí. En el entorno periodístico se le ha señalado como una subcultura e incluso una anticultura como oposición a la cultura tradicional (Rodríguez, 2 de marzo del 2010). En el entorno académico, la mayoría de los autores la denominan como “subcultura” por poseer rasgos concretos vinculados al tráfico de drogas.
De manera específica, Córdova (2007) la designa como subcultura de la transgresión y la desviación social, por los signos y símbolos que enaltecen el poder de los narcotraficantes y de la ilegalidad. En tanto, Astorga (2004) la considera como subcultura del tráfico de drogas que influye en la construcción de sentido en la vida cotidiana de una gran cantidad de personas, aunque el discurso dominante la vincule a actividades ilícitas. Sin embargo, Mondaca (2012) indica que la narcocultura no puede entenderse como una subcultura ya que no es exclusiva de grupos específicos, sino que a ella se adhieren todo tipo de personas, pero tampoco es una contracultura porque no es una actividad contestataria, aunque contravenga las normas sociales.
Por su parte, Sánchez (2009) señala que, a partir del desarrollo y amplitud del narcotráfico para la década de los ochenta, en ciertas regiones del país (particularmente Sinaloa) ya no sólo se trata de una subcultura, sino de una cultura en sí misma: la cultura del tráfico de drogas que integra hábitos, instituciones y elementos simbólicos que conforman una identidad regional.
Las diferencias en esta designación dependen de la posición que se le otorga a la narcocultura respecto de la cultura dominante o hegemónica. De manera general, este fenómeno tiende a observarse como portador de contenidos que transgreden los códigos y normas sociales y, por lo tanto, pueden ser censurables (como sucede con la difusión de narcocorridos a través de las emisoras radiofónicas o en eventos públicos en algunos estados del país). De ahí que, no obstante su propagación en diversas regiones y grupos sociales se le considere como una subcultura de la transgresión, que con el paso del tiempo ha evolucionado y se ha ido acoplando a los nuevos contextos sociales.
¿Qué es la narcocultura?
A pesar de la diversidad de aportaciones teórico-metodológicas realizadas en las últimas décadas sobre la narcocultura no se identifica una definición unánime del concepto. Es común encontrar textos que prescinden de ella y dan por entendido su significado, y otros que hablan de manifestaciones o campos culturales vinculados al tráfico de drogas sin mencionar la palabra narcocultura.
A partir de la revisión efectuada se pudieron identificar tres elementos a los cuales se recurre con mayor frecuencia y profundidad para definir a la narcocultura: como un conjunto de construcciones simbólicas, como generadora de expectativas de vida y como elemento legitimador del tráfico de drogas.
La narcocultura como construcciones simbólicas. La narcocultura puede entenderse como un conjunto de elementos simbólicos que tienen significaciones tanto para quienes las producen y difunden, como para quienes las consumen y se apropian de ellas. Esta perspectiva se vincula a visiones antropológicas, sobre todo las que destacan la concepción simbólica de la cultura como las de Geertz (1973), Thompson (2006) y Giménez (2005).
Algunas de las aportaciones que se integran en esta visión son las de Córdova (2007, 2011 y 2012) y Villatoro (2012), quienes interpretan a la narcocultura como formas simbólicas ligadas a procesos de objetivación, internalización y subjetivación, así como con significaciones, simbolizaciones e imaginarios colectivos a partir de los cuales se construye el marco cultural en el que los actores intervienen cotidianamente. En un sentido semejante, Mondaca (2012 y 2014) la reconoce como un fenómeno social que involucra prácticas sociales, costumbres, hábitos, formas de identificación y de relaciones, modos de manifestarse, de vincularse a objetos culturales de uso y consumo para constituirse, junto con otros componentes, en formas simbólicas de la cultura.
Ligado a los procesos de significación, Astorga (2004) y Ovalle (2005) vinculan a la narcocultura con la producción de sentido, lo cual implica afirmar que sobre el tráfico de drogas se han creado sentidos prácticos de vida que distinguen y unifican a quienes participan o comulgan con este proyecto ilegal.
Esta forma de analizar a la narcocultura pone al descubierto la carga simbólica contenida, así como las interacciones sociales que entran en juego en la producción, consumo y apropiación de los productos y actividades vinculados a ella.
La narcocultura como generadora de expectativas de vida. Un aspecto constante en la caracterización de la narcocultura son las aspiraciones y deseos que puede generar. Los elementos simbólicos contenidos en ella crean representaciones e imaginarios sociales sobre el tráfico de drogas, que llegan a configurar un mundo de vida con estilos, valores y patrones de comportamiento propios, y seducen a una gran cantidad de personas al convertirse en anhelos que van desde el consumo y apropiación de los contenidos simbólicos, hasta la incorporación en actividades del narcotráfico.
En este sentido, Simonett (2004 y 2006) define a la narcocultura como una subcultura de la exaltación de la violencia y del poder económico y político de los grupos y sujetos vinculados al tráfico de drogas que los vuelve ídolos; en tanto, para Maihold y Sauter (2012) es una cultura de la ostentación, de estética del poder y de la impunidad. De igual forma, Valenzuela (2003) destaca la elevada ponderación del consumo, la exaltación del poder e impunidad de los grupos y sujetos vinculados al tráfico de drogas, y el elogio al estilo de vida asociado al narcotráfico. Así mismo, Ovalle (2005) señala que entre los elementos continuamente asociados están el derroche, la opulencia, la transgresión, el incumplimiento a la norma y el machismo.
Estas conceptualizaciones están vinculadas al análisis de los contextos sociales, de manera que explican cómo el crimen y la ilegalidad pueden justificarse y considerarse legítimas, ante la indolencia de las estructuras sociales y la necesidad de sobrevivir en entornos dominados por el consumo y la exclusión social. Córdova (2007) plantea que los deseos y ensueños que provoca probablemente tengan que ver con “la necesidad y las aspiraciones de ascenso en la estructuración social, e incluso con el resentimiento y los deseos de venganza social” (p. 117).
En este rubro de ideas, los adolescentes y jóvenes se identifican como los sectores más sensibles a dichas representaciones. Simonett (2004), por ejemplo, expone que, a partir de la década de los ochenta, los valores subculturales comenzaron a conquistar a los jóvenes de Sinaloa para quienes se convirtieron en una cultura, por lo que “se volvió una gracia imitar a los capos de la mafia portando armas, exhibiendo oro y joyas, y presumiendo la valentía.” (p. 192). Sin embargo, las expresiones de la narcocultura dejaron de ser exclusivas para los grupos juveniles y se extendieron en todo el país, incluso más allá de sus fronteras.
La narcocultura como mecanismo de legitimación del tráfico de drogas. La tercera forma para caracterizar a la narcocultura tiene que ver con el papel que juega en los procesos de naturalización, legitimación e institucionalización social del narcotráfico. Al ser éste una actividad ilegal, la narcocultura constituye el mecanismo mediante el cual se incorpora a la vida cotidiana de la sociedad, de manera que las personas se habitúan a él y terminan considerándolo como otra actividad económica, que permite salir adelante a diferentes grupos sociales. Es decir que su legitimación e institucionalización no se logra por las normas jurídicas y formales establecidas, sino por los imaginarios que se construyen alrededor del tráfico de drogas.
En este sentido, Sánchez (2009) distingue a la narcocultura como el universo simbólico del cual se desprende un imaginario que legitima e institucionaliza al tráfico de drogas. Para Villatoro (2012) constituye un conjunto de rasgos (comportamientos, valores, lenguaje, códigos, normas, simbolismos y significados) relacionados con la producción, distribución y venta de estupefacientes, de los cuales se desprenden imaginarios y significados de legitimidad del tráfico de drogas. Maihold y Sauter (2012) señalan que el elemento de mayor importancia de la narcocultura es su continua presencia en la conformación cultural de México y que, a través de sus elementos simbólicos, se da una legitimación del narco y la violencia. Este tipo de perspectiva permite observar que la narcocultura es una vía para exponer al narcotráfico, de tal forma que sus actividades puedan ser reconocidas y aceptadas en la sociedad.
Con base en las diferentes conceptualizaciones es posible considerar a la narcocultura como un conjunto amplio y dinámico de elementos simbólicos que hacen referencia al tráfico de drogas, el cual tiene un alto potencial para generar deseos, aspiraciones y esperanzas, así como para producir y reproducir un mundo de vida específico, y justificarlo socialmente, aunque esté asentado en la violencia, la muerte y la ilegalidad. De ahí que sea fundamental el análisis de las formas en cómo se manifiestan dichos elementos, es decir, de las formas simbólicas de la narcocultura.